jueves, 26 de agosto de 2010

1274 ovejas balando en mi casa


El viento silba y hace que choque cada lámina de la persiana entre sí. Es zarandeada hacia delante y hacia atrás provocando pequeños golpes secos. Nada puede hacer, está a merced del furioso aire.
Los perros ladran asustados. Se comunican entre ellos avisándose del estruendo.
Los dueños de los perros les chistan sin conseguir que paren.
Un coche pasa por la calle con la música bastante alta. Apenas he podido escuchar una guitarra distorsionada por la velocidad del vehículo. He reconocido la canción y se me ha metido en la cabeza.
Mi dormitorio está pegando, pared con pared, cabecero con cabecero, con el del vecino y ronca como un bulldog francés de 1 m y 80 cm y 100 kg de peso. Gracias, pladur.
Me relajaría oír a los grillos, pero no viven cerca de este campo de asfalto. Ni me molesto en preguntar por las estrellas.
Estoy tumbado de lado y noto cómo me palpita cada músculo y me siento a disgusto. La novedad del cambio de lado, rápidamente se vuelve familiar, hasta acabar bocabajo, con mi perfil bueno apoyado en la almohada que ahora noto demasiado alta.
Cuando más o menos estoy acostumbrado a esta postura, noto mi corazón latiendo a doble bombo. No es que quiera que pare, lo que quiero es no estar pendiente de todos estos ruidos.
Comienzo a contar ovejas y no paran de balar. No atienden a razones, así que no les voy a pedir que salten vallas de una en una.
Una, dos, tres, cuatro... En efecto, no puedo dormir.

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