martes, 15 de diciembre de 2009

Llegó mi hora y miré a la muerte a los ojos. La muerte, extrañada, se quedó inmóvil delante de mí. Tiró la guadaña al suelo y se dio la vuelta para que no le viera llorar sus lágrimas de arena. Yo traté de huir, pero no podía, estaba atrapado en un amasijo de hierros con una pierna rota y la cara ensangrentada. Así que opté por no hacer ruido y, quizá, así se olvidaría de mí.

Se agachó a coger su herramienta de trabajo y se acercó a mí visiblemente alterado. Su respiración era como la de un elefante con enfisema pulmonar y tenía el andar torpe de un John Wayne recién levantado y con resaca. Cada vez que abria la boca se me saltaban las lágrimas. No era por el miedo, su aliento me hería. Aun así, pensé que eso sería mejor que estar muerto. Era difícil sentir empatía por algo tan desagradable para todos los sentidos, pero de alguna manera desprendía humanidad.

En un momento de locura, por desesperación y porque se me había olvidado que debía pasar desapercibido, pregunté:

- ¿Qué quieres de mí?

Su vista se apoderó de la mía y eso me obligó a desviar los ojos, haciéndome perder el duelo de miradas. Un gruñido fue su respuesta y la mía fue comenzar a temblar. Si pudiera hacer una lista de mis peores días, éste formaría parte de los cinco peores. ¿Por qué no estaría en el primer puesto? Porque conocer a la muerte fue más agradable que conocer a mi suegra.

Tras esa apariencia monstruosa con su capa negra grisácea se escondía un ser atormentado. El caso es que algo cambió en él al acercarse a mí. Me ayudó, sin tocarme, a salir de la carrocería de mi coche, que me abrazaba como una novia despidiéndose de su amado que marcha a la guerra. Lo único que pude hacer fue arrastrarme por el suelo hasta quedarme en posición fetal.

- Mírame, sé quién eres - me habló la muerte, ¡a mí! Si pudiera describir su voz, la definiría como una mezcla de Joaquín Sabina y Luciano Pavarotti.

- ¿Cómo sabes quién soy? - no sabía si debía abrir la boca, pero lo hice.

Volvió a gruñir. Esta vez con más fuerza. Parecía que no le gustaba que le hablara.

- Sé quien eres, porque soy la muerte y he venido a por ti. Tú eres el siguiente - la última frase retumbó en mis oidos.

No pude decir nada. Sólo quería hacerme cada vez más pequeño hasta desaparecer de su vista.

- En otras circunstancias ya estarías completamente muerto.

- ¿Ahora no lo estoy? - pregunté, sorprendido de que la muerte quisiera indultarme.

- No.

Después de un minuto de silencio, volvió a dirigirse hacia mí.

- Necesito contarte algo.

- Adelante. Eres el dueño de mi tiempo.

¿Estaría preparado para conocer el sentido de la vida? No lo estaba, pero la muerte no tenía en cuenta mis sentimientos.

- Yo soy la muerte. Soy un enviado de los seres supremos. Me encargo de recoger todos los cuerpos de los infraseres que habitáis en el universo. Cuando venís a mi dimensión os corto en pedazos con mi guadaña y realizo una ofrenda con vuestros restos. Una vez se ha realizado la ofrenda, el alma sale del cuerpo hacia su nueva dimensión - hizo una larga pausa.

- ¿Puedo preguntarte algo? - aproveché la pausa para aclarar mis primeras dudas.

- ¡No me interrumpas! - gritó de tal manera que me peinó el pelo hacia atrás.

- Por favor, sigue.

- En la nueva dimensión se decide el destino de las almas. El destino va marcado en el interior de cada alma y se concreta con las pruebas que los seres supremos ponen a los infraseres. El tipo de pruebas depende del tipo de infraser que seas. Tú, y los que son como tú, tenéis nivel medio. Puedes preguntar.

- ¿Seres supremos?

- Sí. El Supremo Hacedor y el Supremo Deshacedor.

- ¿Cómo es la nueva dimensión?

- Yo nunca he estado allí, cuando termine mi misión podré ir - en este momento pensé que la muerte era una gran pringada.

- ¿Y cuánto va a durar tu misión?

- Los seres supremos hicieron de la nada el universo con el fin de demostrar quién tiene más poder. Así, crearon lo que vosotros llamáis vida y los primeros infraseres comenzaron a habitar el universo, colonizarlo y evolucionar dentro de él sin que los seres supremos interactuen con los infraseres. También me crearon a mí, para cumplir mi misión. La duración de la misión será hasta que termine el flujo de lo que llamáis vida.

- ¿Cuánto tiempo es eso?

- Cien mil millones de años.

- ¿Cuántos llevamos?

- Catorce mil millones de años - el cuerpo de la muerte se mostró más débil al saber que sólo había realizado poco más del 10% de su misión.

- ¿Entonces toda la vida ha surgido por una apuesta entre Dios y el diablo? - ¡a ver quién la tiene más grande!

- ¿Dios y el diablo? ¿así los llamáis? ¡idiotas! - se puso hecho una furia.

- Sí, bueno. En otros sitios tienen otros nombres. Incluso tienen diferentes formas y escupen fuego, pero Dios es el bueno y el diablo es el malo.

- ¿Qué significa bueno y malo? - la muerte no entendía nada. Yo menos.

Después de pensarlo, no supe dar a una respuesta.

- ¿Por qué me cuentas esto? - cambié de tema.

- Después de tanto tiempo, tenía que hablar con el infraser adecuado y tú osaste a mirarme - definitivamente, la muerte era la gran pringada. Sentí pena por ella, la gran perdedora y siempre odiada muerte.

- Así que te elegí para que fueras el infraser que me escuchara y me ayudara.

- ¿Cómo quieres que te ayude?

- Acompáñame.

Me agarré de su esquelética mano para conseguir levantarme y, de repente, mi cuerpo se resquebrajó hasta rompense y mi alma comenzó a atravesar un tunel dimensional, que acababa en la más intensa luz.

Durante el camino escuché a la muerte gritar lo siguiente:

- ¡No! ¡Estúpido! Si me tocas mueres. ¿Ahora quién me va a ayudar?

La muerte subestimó mi torpeza y la capacidad de deshacer todo lo que alguien intenta construir.

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